jueves, 15 de abril de 2010

Percepciones

Irene

Irene salió temprano ese día, aparentemente había cosas que arreglar. Se bajó del microbús al divisar el mar y caminó hacia la playa. Cuando estuvo allí se preguntó asombrada qué era lo que estaba haciendo, su destino era otro. El azul intenso le atraía como si fuera un cebo, sólo quería mirar, mirar ese azul que se aclaraba un poco en lontananza, mirar y hundirse en él con el secreto deseo de fusionarse, de perder el sentido de la individualidad que le pesaba en la mente y en la boca del estómago. Deseaba ser una con ese mar inmenso, acunarse en sus olas, murmurar al unísono sin que nada ni nadie interrumpiera esa comunión.

No podía entender qué sucedía con su vida, con su entorno, con la gente con quien vivía.

Sentíase una isla perdida, un ser fuera de su tiempo ¿porqué no encajaba en ninguna parte? Su madre y sus hermanas insistían en decirle que era una selene, una despistada, que no tenía remedio, que nunca podría aprender. ¿Aprender qué? Había tratado de seguir las reglas, la rutina, había tratado de llegar a comer a la hora, de ayudar a limpiar, de contestar cuando le preguntaban algo y tantas otras cosas, pero nunca estaba bien, nunca era suficiente. Esfuérzate –le decían- y ella lo intentaba.

Pero no comprendía ¿qué importancia tenían todas esas acciones tan comunes? ¿Acaso no era mejor adaptarse al ritmo de la vida natural, ser día y ser noche? ¿Jugar con el viento rosa que acaricia el cabello y lo hace danzar? ¿Escuchar los sonidos que emiten las plantas al crecer? ¿Deleitarse con el olor de las flores en las tardes quietas o de la brisa que viene del océano?

Sentía que mecerse al compás de la música de las estrellas, quedarse absolutamente inmóvil para percibir el movimiento del planeta al girar, gustar la miel de los pastos dulces en primavera, cerrar los ojos y beberse en silencio la tibieza del sol esplendoroso, era realmente estar viva.

Disfrutaba tarareando melodías escuchadas a hojas de grandes árboles que susurraban, bailaba al compás de las olas que lamen la playa lisa o crepitan en los roqueríos, se ensimismaba contemplando los dibujos ingeniosos que hacen las llamas de una fogata.

¿Por qué la presionaban?

Permaneció horas y horas, sentada sobre la arena, acariciándola con manos y pies, hasta que un aire frío la hizo reaccionar. Se levantó contenta y tranquila caminó hacia su casa.

¡Hola! ¡Vienes de vuelta! Supongo que te acordarás de lo que conversamos ayer.

-Le dijo su madre.-

Irene la miró con estupor. No tuvo la más mínima idea de qué se trataba.

Apenada bajó la cabeza y se dirigió a la ventana desde donde se contemplaba una magnífica puesta de sol. Se enredó en sus arreboles y se quedó allí en silencio sagrado.

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